Se necesita coraje marinero para convertir un erial de cereales en ubérrimo viñedo, más aún si el tal erial es colindante a la horrenda y próspera comarca del Llobregat. Cementera tras cementera, a la altura de El Bruc el aire da la vuelta en un sendero estrecho de polvo y piedra y de pronto aparece el cielo o su mejor aproximación a la tierra: Can Grau Vell; bancales de sarmientos mimados a mano y que por sí mismo dan luz a un vino caprichoso y delicioso de nombre Alcor. Es nombre de barco velero, porque a Jordi Castellví de padre le viene el amor a la mar, y de madre, una larga historia de buen paladar que empezó en 1924 con el Agut (que primero lo llamaron “de los pobres”, por lo barata y buena que era la vianda y la cola tal que benéfica que se formaba a sus puertas; y después, merced a su clientela, fue y es el Agut, a secas), continúa con el Marítim, donde el padre practicaba remo, y se asienta hoy en el rico y romántico Café de la Academia.
Eran apenas tres hectáreas de tierra pizarrosa propiedad de un cavista del Penedés, herencia de un tío que el hacedor de cava despreció y plantó de rudo cereal. Y Jordi que lo compra y le pregunta a Quim Vila (Viniteca) quién puede dar arte vinícola a estos suelos. Y no fue otro que el gran José Luis Pérez, biólogo visionario, de los cuatro magníficos del Priorat, quien se avino a diseñar la plantación y componer los primeros coupages. Es un paraje impracticable a las máquinas que Jordi y su familia payesa cultivan a mano, peinando el pelo al sarmiento cual si fuese un niño, abriéndole a lo pies corrientes por donde corra brisa y la uva respire, cepa a cepa labrando su personalidad. Cosecha que luego recogen y prensan por variedades (5) y ya el viejo saber de la tierra les da magnifica composición (8.000 botellas aprox.): Alcor esta entre los 100 grandes, puesto 93 en la Guía Peñin, oráculo patrio de los buenos vinos.
Jordi a sus niños, o sea las cepas, les ha construído una balsa de agua para dejar de mirar angustiado el firmamento, oliscando los vientos en busca de lluvia. Duermen luego los caldos por separado junto al antiguo lagar de la masía Can Grau Vell, en barrica de roble, sobre suelo de pedregal y entre muros encalados en rojo oxidado. Ya no vienen del Priorat a decirle cómo hacer sinfonía de varietales, vienen los duendes a la noche a insufrarle al hombre más sueños, como este de unir las dos orillas, atlántica y mediterránea, con unos pies de albariño que hasta aquí le trajo un mariñeiro de Cambados y la garnacha local, en un suave rosado que él ya pinta en su paleta. Tal vez alguien debiera ir, esto sí, a darle denominación de origen, que no tiene, porque ser del Penedés no es hoy garantía. Sale Jordi en sobremesa y trae un dulce de garnacha de la ladera detrás de casa. Placer de dioses, sostengo.