Están locos. Sostienen que el vino es algo más que un líquido rojo, sedoso y brillante que brota una vez al año de un racimo de uvas. Y actúan en consecuencia. Son extremistas. No dan un paso atrás. Mantienen que el vino es un milagro, una parte esencial de nuestra cultura, y se obstinan en que cada una de sus botellas encierre el misterio de una tierra y unas uvas únicas; una luz, aromas, flora y fauna inimitables; una tradición e historia irrepetibles. Que sea un eslabón que nos conecte con los fenicios, griegos y romanos. Con los monasterios cistercienses, con el sofisticado Medoc alavés del XIX. Siglos de una viticultura natural anterior a los tractores, herbicidas, pesticidas y fertilizantes. A las modas. Y al marketing. Que se nutre de oficios y herramientas que hoy parecen anticuados y ellos consideran vigentes. Para estos locos, el vino debe ser alimento, salud, magia y placer. Excelencia. El reflejo de un país. Una forma de vida que se está perdiendo e intentan recuperar. Un resumen envasado de nuestras señas de identidad. Así lo quieren vender al planeta. Porque el vino, además de su lado romántico, ese que atrajo inexorablemente al ilustrado financiero alemán Dominik Huber a dejar todo, cambiar de vía y venirse a elaborar grandes vinos al Priorato con apenas 30 años y una mano atrás y otra delante, es también un negocio que mueve 200.000 millones de euros. Una mina de oro carmesí que ofrece singularidad y paisajes irrepetibles para un turismo de supercalidad con el que enfrentarnos a los tiempos de crisis.
Luchan por ese modelo. Por el culto a la viña. Por la vuelta a lo primigenio. Con poco dinero y mucha ambición. Y enfrentándose a menudo con la incomprensión de sus compañeros y vecinos que nunca entendieron su filosofía y les tacharon de excéntricos. Y con las administraciones públicas, de las que nunca han recibido un euro porque para ellas modernizar el sector vitícola suponía arrancar, mecanizar, uniformizar y apostar por la vulgaridad. Y perder el alma.
Esa no es la hoja de ruta de los locos. Así no se va a ningún lado. España, el primer viñedo del mundo por extensión, con más variedades y tradición que ningún otro, vende, sin embargo, sus botellas en los mercados internacionales a un precio muy inferior al de sus seculares rivales del Viejo Mundo (Francia e Italia) y, al tiempo, tampoco puede competir con el Nuevo Mundo (Australia, Chile, Argentina, Nueva Zelanda, Sudáfrica) en los segmentos más bajos. Ni viejos ni nuevos. Ni buenos ni malos. Somos invisibles. Y eso es perceptible en cualquier gran tienda de vinos de Londres o Nueva York, donde nuestras marcas están ausentes y hay que ir a los supermercados de barrio para por fin toparse con cava barato y tintos mediocres made in Spain. Esa falta de prestigio es también evidente en los estantes de los duties de los aeropuertos de medio mundo, donde uno encuentra los vinos más obvios, rancios, anticuados y peor etiquetados del sector vitivinícola español frente al glamour francés, la simpatía italiana y el toque cool de los nuevos jugadores. Esa es la imagen que proyectamos en las autopistas de la comunicación del planeta: bajo precio, escasa imagen y poco gancho. Tópicos que hay que desterrar. Los popes mundiales del sector definen nuestra viña como un “diamante en bruto del que se ignora casi todo y que puede dar sorpresas”. Parece que aún no nos hemos enterado.
En junio asistí a un evento organizado en Boston por la revista Wine Spectator, una de las biblias globales del sector, que reunía en el hotel Marriott Copley a 200 de las mejores bodegas de una veintena de países dispuestas a mostrar y dar a catar sus productos a un millar de aficionados que habían pagado 200 euros para asistir al acto. Una ocasión única para darse a conocer en Estados Unidos, husmear lo que hacía la competencia e interactuar y conocer los gustos del consumidor. Sin embargo, la impresión que dio en Boston el vino español fue penosa. Nuestra representación era de un nivel inferior a la de Francia, Italia, Argentina o Australia. Muy pocos propietarios de bodegas españolas se habían dignado a desplazarse hasta Estados Unidos y habían dejado sus estands en manos de comerciales que la mayoría de las veces no habían estado en España, no conocían la bodega que representaban ni hablaban español. Esa misma noche, uno de los pocos bodegueros que asistieron, José Manuel Ortega, un hiperactivo ex banquero con proyectos vitivinícolas en Argentina, Chile y Ribera del Duero, que recorre cientos de miles de kilómetros en clase turista con sus vinos bajo el brazo y ha conseguido que The New York Times exalte sus caldos de Malbec, me dio algunas claves del fiasco español: “Cada denominación tira por su cuenta y no hay en el exterior una imagen de conjunto de los vinos españoles ni siquiera de lo que es España; no hay buenos restaurantes españoles en el mundo que sirvan de escaparate a nuestros productos, como hacen los italianos; tampoco hemos sabido incentivar el turismo enológico, que en Napa (California) supone un trasiego de nueve millones de personas, y en Argentina, de cerca de dos millones, que gastan y ejercen el boca a boca; y, sobre todo, nuestro esfuerzo comercial ha sido mínimo: la gente del vino español no se mueve”. A su lado, otro de los hombres importantes del sector, Gonzalo Verdera, un economista formado en Harvard impulsor de Todovino, uno de los más modernos y activos clubes del sector en nuestro país (creado bajo el objetivo de ser el “sumiller personal” de cada uno de sus clientes), completaba el pensamiento de José Manuel Ortega: “No tenemos imagen. Hemos vendido mucho fuera, pero no hemos logrado crear marca-país. No tenemos marcas globales en tamaño ni reputación. Hemos creado grandes vinos, pero no se ha creado una estructura empresarial de gestión, comunicación y marketing alrededor de ellos. ¿El futuro? Hay que apostar por la clase media, hacer vinos de 10 euros de buena calidad y con una imagen limpia y clara. Y, sobre todo, hay que definir esa imagen de España que no terminamos de concretar”.
Frente a esa gris perspectiva, los locos dicen que la clave para triunfar es llenar cada botella de calidad, personalidad y diferencia. Y aprender a venderlas. Algo que nunca hemos hecho más allá de los graneles sin nombre que enviábamos históricamente a Europa para dar grado, color, cuerpo y sabor a sus vinos a cambio de unas migajas. Lo mismo que hacemos con el aceite de oliva, que damos a embotellar y comercializar a los italianos, que lo venden a precios altísimos en las nuevas y sofisticadas boutiques del paladar de Nueva York o Tokio. Los locos se quieren hacer notar. Reivindican lo propio. Lo resume Benjamín Romeo, un mago del vino y los negocios con la cachaza de un hortelano que, desde cero, ha logrado elaborar en San Vicente de la Sonsierra algunos de los más grandes (y caros) vinos de La Rioja, mientras paseamos por la viña de Andrés, heredada de su padre y punto de partida hace 15 años de su proyecto. Hoy exporta el 90% de su producción. “Frente a la globalización, nuestra defensa es la calidad, y en España esa calidad parte de la tradición, coge lo mejor de la herencia de nuestros antepasados y la desarrolla y pone al día. Todos sabemos que los chinos se pueden comprar las mejores barricas francesas y plantar las mejores variedades, pero lo que no se pueden llevar es esta arcilla, la niebla, el Ebro, la cordillera del Toloño. Eso nos pertenece. Y es nuestro mejor marketing”. En su nueva bodega de San Vicente, Benjamín ha instalado un puñado de cámaras que apuntan en dirección a su viñedo y a su pueblo, “y cuando estoy a lo mejor en Japón, saco la tableta, conecto las cámaras por control remoto y les enseño cómo es esto; nuestras uvas, el cielo, el castillo, de dónde venimos y cuál es el proyecto. Y lo entienden. Los japoneses son muy sensibles a lo puro: comen pescado crudo”.
La opinión de Benjamín Romeo es compartida por uno de los hombres más poderosos (y temidos) del vino español, Jorge Ordóñez, fundador de Fine Estates from Spain, una compañía domiciliada en Massachusetts que canaliza nuestros mejores caldos a Estados Unidos. Ordóñez es, además, un avezado creador de tendencias, un trendsetter, capaz de definir cómo deben ser los vinos para conquistar a los críticos americanos. Así lo ha hecho con distintas marcas surgidas de su batuta en rincones de nuestro país olvidados por la gran viticultura monopolizada por Rioja durante décadas, como Toro, Campo de Borja o Jumilla: “La clave de una bodega es la buena uva, y si la tienes, tienes buen vino por décadas. Durante años hemos arrancado lo mejor que teníamos, nuestra uva inmemorial, y hemos plantado variedades foráneas porque parecía que era lo que pedía el mercado. Nos hemos equivocado. Esos vinos generalistas, de uvas internacionales, los hacen más baratos y los venden mejor los del Nuevo Mundo a través de sus grandes corporaciones. La clave para vender en Norteamérica es nuestra diversidad de uvas, paisajes y denominaciones de origen (tenemos 70). Para muchos consumidores del Nuevo Mundo somos unos recién llegados; no saben situarte en el mapa, y te tienes que poner didáctico, hacer miles de kilómetros, rascarte el bolsillo y explicar a los distribuidores, a los dueños de las tiendas, a los críticos, que llevamos 3.000 años en esto. Y que las mejores tempranillos, garnachas y cariñenas están aquí. Es de lo que podemos presumir. Y luego, calidad, limpieza, los mejores controles sanitarios, algo que no siempre hemos hecho porque vendíamos a granel y ahí valía todo”. La calidad es la otra clave del éxito del vino junto a la personalidad. Lo confirma con una sola frase el viejo Isacín Muga, venerable y listísimo presidente de la bodega del mismo nombre de Haro: “Al cliente solo le engañas una vez”.
Los locos han vuelto a sus raíces. Son hijos y nietos de viticultores. Cuidan sus viñas viejas como jardines japoneses donde cada cepa tiene nombre y se cultiva con las manos con el mimo de un bonsái. “¿Cómo voy a viajar, quién se encarga entonces de las viñas? Yo lo hago todo, desde arar hasta podar, recoger y embotellar”, afirma con su humor de navaja de barbero Emilio Rojo, un ingeniero que en 1986 rompió con la capital y volvió a Arnoia (Ourense), a las tierras de sus padres, para arrancar a una pequeña viña el mejor ribeiro de la historia, del que solo produce 5.000 botellas y que se rifan los poderosos. “Estás en la viña todo el día, la conoces como a una hija y la interpretas cada año de una forma distinta”, recalca Abel Mendoza, barbudo, sabio y socarrón, uno de los más grandes y honestos artesanos del vino de Rioja; un tipo peculiar y entrañable siempre secundado por Maite, su mujer, una exazafata que le ha obligado a ponerse una camisa nueva ante la visita de los periodistas. Con la pareja visitamos sus viñas de Marrarte: “El viticultor es un simple gestor de lo que la tierra le va dando; cada añada es una sorpresa. Cada año es imprevisible. Si llueve o hace calor, te da un resultado distinto. No repites. Interpretas. Yo nunca hago un vino igual a otro. Este es un oficio de sentido común. De vista larga. Si conservas el medio ambiente, si no le metes porquerías, dejarás un futuro mejor a los que vengan. Hay que respetar la tierra. Pensar a largo plazo, porque a corto te agobias con la hipoteca y metes un tractor y haces un vino vulgar. Y eso le está pasando a la gente aquí: las grandes bodegas pagan tan mal la uva [a la décima parte que hace diez años], que el agricultor se desentiende. No hay exigencia. Yo me arriesgué y salté del negocio familiar de cultivar y vender la uva a hacer mi vino, embotellarlo y etiquetarlo. ‘Adónde va este’, me decían. Hoy vivo de ello, me paga las vacaciones y tengo amigos en todo el mundo. Y no quiero más. Una botella de vino tiene que ser como un libro que te cuente en unos minutos el contexto, la historia, el paisaje, quién lo ha hecho. Si no, es un aburrimiento. Si no te inspira, no lo vuelves a comprar”.
Los locos rechazan la química. Las grandes producciones. Las plantaciones exuberantes. Buscan la imperfección con entrañas. Usan las armas de la ecología y la biodinámica. Aran con mulas. Abonan con caca de vaca. Podan a mano. Miran al cielo. Prueban la uva. Se guían por el movimiento de los astros. No tienen prisa. No están dispuestos a producir más para llenarse los bolsillos y arruinar su porvenir. Ni se les ocurre plantar variedades y clones de rápido crecimiento para forrarse en el menor tiempo posible. Ese ha sido el error de muchas bodegas. Especialmente en la Ribera del Duero: duplicar, triplicar, cuadruplicar la producción durante la burbuja. “Como dice un marroquí que trabaja con nosotros, ‘la prisa mata, amigo”, explica Carles Ortiz, que elabora junto a su compañera, Esther Nin, algunas de las nuevas joyas del Priorato. Trepamos a su lado por las laderas de Mas d’en Casa d’Or, sus paleolíticas viñas de Porrera. Intuimos al fondo del valle el mismo Ebro que recorrimos en La Rioja con Benjamín y Abel. En esta viña de Carles y Esther, la química no entra. Sus remedios contra los parásitos y las plagas son tisanas a base de agua de lluvia, manzanilla, cola de caballo y diente de león. Se interviene lo justo. De aquí surgen vinos sin comparación. Esther es, además, enóloga de Clos Erasmus, uno de los vinos más míticos y buscados de esa zona. Carles tira de su mula y Esther porta en su pecho a Roger, el hijo de ambos. Entre las cepas crecen flores, perales y membrillos. Esther coge frutas, las machaca y se las pone en los labios al bebé. “Roger crecerá en la viña; no tenemos una persona que lo cuide, hemos preferido contratar a una persona más para cultivarla. En estos momentos nos parece más importante”.
Esther y Carles forman parte de la segunda generación de hippies del Priorato. La primera llegó aquí a comienzos de los ochenta y estaba formada por Rene Barbier, Álvaro Palacios, José Luis Pérez, Carles Pastrana y Daphne Glorian. Los cinco dieron fama a esta comarca y saltaron la banca de las clasificaciones del gurú mundial del vino, Bob Parker. Esta segunda generación quiere ir más lejos y aportar más naturalidad, frescura y ecología al producto. Son amigos. Nos lo demostrarán durante una cena en la que dos competidores del nuevo Priorato, Esther y Dominik Huber, comparten vinos, risas y viandas. No todo vale para vender.
Las cosas han cambiado. Los locos ya no enseñan la bodega, enseñan el viñedo. Entre cepas, en la finca Turo d’en Mota, en Sant Sadurní d’Anoia, desayunamos con los primos hermanos Ton y Josep Mata, herederos de la firma de cava Recaredo, que han conquistado a la crítica americana con un espumoso al que da nombre esta finca, cuesta 90 euros en el mercado y al que Parker ha clasificado con 96 puntos, lo nunca visto en el cava. No hay un escenario mejor para ellos que estas cepas ecológicas de 1940. Materializan su culto a la tierra.
Han quedado atrás los días del pelotazo. Del vino espectáculo. Unido a la especulación y la burbuja enológico-inmobiliaria. Hay centenares de bodegas en venta. Repletas de vino sin salida. Clónico con el de otras bodegas en venta repletas de vino caro y mediocre sin salida. El péndulo ha cambiado de dirección. Ya no se trata de hacer grandes vinos de 100 euros, sino grandes vinos de 10 que te permitan hacer ediciones limitadas de grandes vinos de 100. Es el envite: vinos dignos a precios razonables. Diferentes y sencillos. Frescos y más ligeros. Arriesgados. Con menos madera. Para beber y no para satisfacer a los críticos (al menos, eso dicen).
Se trata de aguzar el ingenio. De enamorar a una nueva generación de consumidores hoy adictos a la cerveza y los alcoholes de alta graduación. En España se bebe menos vino que nunca. Diecisiete litros por habitante. La mitad que en Italia o Francia. La mitad que en 2000. La cuarta parte que hace 50 años. Los locos de la viña lo saben. Y están decididos a llegar a la mayor gente posible, y revelarles los secretos de esta grava, cal o arcilla; de unas uvas pequeñas, reunidas en racimos compactos y concentrados. Llevados al extremo. Es su obsesión. No están dispuestos a invertir en ladrillos ni en bodegas firmadas por arquitectos estrella; han empezado de prestado, en garajes, en pisos, en naves industriales, con un par de barricas; en una vieja imprenta, como Laurent Corrio e Irene Alemany, una pareja que se conoció mientras estudiaba enología en Borgoña y desde 1999 están revolucionando los tintos del Penedés aunque acudan al pluriempleo para redondear el magro presupuesto familiar. No quieren casonas con blasones, sino hacerse con los mejores viñedos olvidados. Territorios cubiertos hace siglos de viñas que un día se maltrataron y olvidaron y ellos localizan, resucitan y replantan con las uvas originales y después aguardan a que la naturaleza haga el resto. Pueden pasar 35 años hasta que den un gran vino. La paciencia es la primera virtud que debe adornar al vitivinicultor. Como afirmaba la baronesa Rothschild, uno de los apellidos míticos del vino francés: “Una vez que llevas 300 años en esto, ya todo va rodado”.
“Hemos tardado décadas en enterarnos de que el vino se hace en el viñedo y no en la bodega”, fue lo primero que me dijo en Boston Juan Muga, de 38 años, tercera generación de mugas al frente de la marca riojana a la que da nombre su apellido. Muga, una de las bodegas tradicionales de Rioja, que produce dos millones de botellas al año, no ha sucumbido a la tentación de producir de manera industrial. Ha preferido invertir y atrincherarse en el viñedo. Y dar una vuelta de tuerca al prestigio de sus procedimientos. Desde fabricar sus propias barricas de roble, un oficio que se estaba perdiendo, hasta envejecer todo en madera y controlar cada grano de uva que entra en su bodega. El resultado es un vino de calidad, a mitad de camino de la modernidad y la tradición, que transmiten al mundo a través del millón de botellas que exportan cada año. Traje gris a medida, buen inglés, una copa como apéndice de su mano, Juan Muga se afanaba en nuestro encuentro bostoniano en explicar su proyecto a los aficionados americanos. Lo mismo había hecho en los días anteriores en Chicago, Las Vegas y Austin, y antes de continuar hacia Brasil en un continuo peregrinaje mercantil. “En Tejas estuve en un gran supermercado, el Central Market; la gente con su carrito y yo sirviendo vino y hablándoles de Rioja. En España no lo habría hecho, pero en Estados Unidos… hay que perder la vergüenza; nosotros exportábamos el 30% hace dos años y ahora estamos en el 50%. Hay que viajar, probar, conocer, comparar, aprender. Justo lo que nunca hemos hecho”. Los locos del vino tienen claro que, aunque actúen en local, su campo de actuación debe ser global. Están dispuestos a llegar más lejos con el que consideran el mejor vino de nuestra historia.
Saben que la clave es transmitir un mensaje en cada botella. Ser una locomotora de imagen. Tirar del resto del sector (como hacen en Burdeos las cinco marcas más legendarias o en Italia los supertoscanos, que arropan en el imaginario popular mundial a miles de bodegas francesas e italianas más humildes y mucho peores) y mostrar un camino: las cosas se pueden hacer de una manera más limpia, original y natural. Respetando la tierra. Y triunfar. No son palabras: Numanthia, una de las bodegas nacidas a finales de los noventa en Toro con esa perspectiva de personalidad y calidad de manos de la familia Eguren, fue adquirida en febrero de 2008 por el grupo LVMH, el portaaviones del lujo global, por 36 millones de euros. Era la consagración de una manera de hacer bien las cosas. En la misma dirección, Vega Sicilia, el incombustible mito del vino español, se ha aliado con la familia Rothschild, la alta nobleza de Burdeos, para adquirir buenas viñas en La Rioja al precio que sea hasta atesorar más de 100 hectáreas. Con ellas elaborarán grandes vinos riojanos en la próxima década. Ambas operaciones financieras suponen un voto de confianza por nuestro terruño.
Que es el capital del vino español. Por eso locos tratan la tierra como a un ser vivo. La escuchan y susurran. Cada cepa es un individuo. Cada botella, una historia de amor. Por eso Telmo Rodríguez, uno de estos elaboradores a veces incomprendido y tachado de excéntrico, en precario equilibrio en los empinados bancales de su viña La Falcoeira, muy cerca de Santa Cruz, en la provincia de Ourense, sobre el río Bibei, un enclave solitario, único, con robles, frutales, helechos y paredes de granito, jabalíes y aves, de una seducción bíblica, se revuelve la melena y musita hipnotizado: “Ahora me queda meter toda esta belleza en una botella de vino”. Ese es el secreto. El resumen de su filosofía. Su sueño desde hace dos décadas. Nunca se ha apeado de sus principios.
Conocí a Telmo hace 15 años. Y no ha cambiado una coma la filosofía con la que se lanzó al ruedo vitivinícola a mediados de los noventa con el objetivo de recuperar viñedos singulares en distintas regiones de España, abandonados o triturados por la modernidad, devolverles la forma que tenían hace un siglo, utilizando las tradiciones vitícolas de la zona, y hacer un vino que sea el fiel reflejo de su historia y ecosistema. Lanzarse a tumba abierta aun perdiendo dinero para extraer de cada viña el mejo vino. Acometió ese proyecto de locos junto a Pablo Eguzkiza, al que conoció cuando ambos estudiaban enología en Burdeos, en 1994, y ha trabajado a tumba abierta en Málaga, Rioja, Ribera, Rueda, Cebreros, Alicante y Galicia. No se ha hecho rico. Hubo momentos en los que podía haber dejado todo y haber optado por el surf o el arte contemporáneo. El tiempo le da la razón. Y confirma que fue el primero en asegurar que las cosas se podían hacer de otra forma. Y el resultado sería por fuerza bueno para todos. Que la tierra era la gran riqueza detrás de una botella de vino. Ha viajado por todo el mundo hablando de España. Mediático, extremista y deslenguado, las continuas críticas que vertía en contra de los procedimientos industriales que se estaban llevando a cabo en el sector del vino para producir más en detrimento de la calidad y la imagen le valieron, a mediados de los noventa, el apodo de “El tonto de La Rioja” por algunos de sus compañeros. En aquellos tiempos resultaba más fácil y rentable apostar por la cantidad que por la calidad. Tras aquel revolcón, el periodista de EL PAÍS Feliciano Fidalgo le echó un capote con un artículo titulado El tonto más listo de La Rioja. Hoy nadie osa ningunearle. Ascender con él en soledad a la viña La Falcoeira, en la que lleva trabajando una década y donde ha reconstruido muros originarios de los romanos, o a Las Beatas, una viña salvaje y perdida en La Rioja, es el ejemplo vivo de la magia del vino español que aspira a elaborar y dar a conocer.
Tras recorrer 3.000 kilómetros por España en su busca, los locos del vino demuestran que las cosas ya no son como eran. Que hemos dado un paso adelante. Tras patear decenas de viñas, uno se encuentra con realidades que rompen los viejos tópicos de nuestros vinos: un cava, Recaredo, que supera en calidad y precio a los grandes champanes; un ribeiro, Emilio Rojo, que rivaliza con los blancos de borgoñas; un rioja, Contador, más caro que los mejores burdeos; un tinto de las Rías Baixas, el Goliardo, que Rodrigo Méndez elabora en esta tierra de blancos al alimón con la señora Lola, una octogenaria del Salnés, en Pontevedra, que no quiere que sus viñas desaparezcan; un enólogo de lujo, Joan Assens, que ha renunciado al estrellato del Priorato y optado por centrarse en su proyecto de pequeños-grandes tintos de finca en el Montsant, bajo la marca Orto; un recuperador, Telmo Rodríguez, que ha resucitado los denostados vinos dulces de Málaga y los moribundos tintos de Cebreros. Una cooperativa, la de Capçanes, en la comarca de Falset, que bajo la dirección de Francesc Blanch está haciendo vinos enormes, impensables en otras cooperativas, y dando un porvenir digno a 82 familias. O aquel chaval de un pequeño colmado de la Barcelona de pura raza, Quim Vila, que desde ese negocio familiar ha crecido hasta ser el número uno moviendo los más interesantes vinos españoles por el mundo.
Este viaje arrancó en el Bierzo. Aquí termina. Quizá sea el ejemplo de todo. Un territorio vitícola olvidado, desprestigiado y famoso por sus graneles y vinos sin nombre. Pero con unas uvas diferentes y centenarias. En 1999 llegó a estas tierras olvidadas Álvaro Palacios, el mayor genio del Priorato, buscó viñas y encendió la mecha. Detrás llegaría su sobrino Ricardo con una ecología llevada al extremo. Los recibieron mal. Habían lanzado la semilla. Los más inquietos del lugar la recogerían. Por ejemplo, Raúl Pérez, que había nacido aquí, en Valtuille de Abajo. Mientras comemos chorizos y empanada junto a sus padres, tíos y primos, nos cuentan cómo la familia hizo vino desde el siglo XVIII. Y también los horrores de la Guerra Civil. En 2005, Raúl dio el salto a la excelencia. Sin un duro. Sin bodega. En seis años ha logrado elaborar vinos únicos, a veces con tiradas de menos de 1.000 botellas, que han enamorado a la crítica internacional, empezando por Robert Parker, su sumo sacerdote. Hoy es el brujo del Bierzo. Y ha ampliado su radio de acción hasta la Ribeira Sacra, Monterrei, Rías Baixas y también a Sudáfrica, Chile y Portugal, donde hace producciones mínimas. Entre amigos, por placer. Para Raúl Pérez, el tiempo no cuenta. Sabe que el vino es eterno.